Uno de los principales pilares de la Igualdad se basa en el derecho a la educación que se ha universalizado fundamentalmente desde la Escuela Pública.
Muchos son los logros que se han ido consiguiendo a lo largo de todos estos años en este sentido, la escolarización cada vez más amplia en edades, la escolarización en todos los niveles de la sociedad y, por supuesto, la coeducación.
Todo ello ha hecho que nuestra sociedad haya abierto las puertas del futuro a muchas personas independientemente de su procedencia o estatus, y que grandes inteligencias hayan podido desarrollarse adecuadamente.
Hoy parece que todos esos principios que nos han hecho avanzar durante todos estos años empiezan a tambalearse en aras de quien sabe que extraños intereses económicos.
¿Será posible que en pleno siglo XXI tengamos que ver como el derecho a la educación pasa a ser de nuevo un privilegio para quien pueda permitirse pagarla?
Reflexionemos y apoyemos a la Escuela Pública. Por muchos defectos que esta aún pueda tener, se lo merece.
Dejo aquí para iniciar ese proceso reflexivo el enlace a un vídeo en defensa de la Escuela Pública y unartículo escrito por el periodista Carles Capdevila en defensa de nuestros y nuestras docentes en general.
Es mi aportación a un tema en el que creo firmemente.
Una siesta
de doce años. Por Carles Capdevila /
Periodista.
Educar debe de ser una cosa
parecida a espabilar a los niños y frenar a los adolescentes. Justo lo
contrario de lo que hacemos: no es extraño ver niños de cuatro años con
cochecito y chupete hablando por el móvil, ni tampoco lo es ver algunos de
catorce sin hora de volver a casa. Lo hemos llamado sobreprotección, pero es la
desprotección más absoluta: el niño llega al insti sin haber ido a comprar una
triste barra de pan, justo cuando un amigo ya se ha pasado a la coca. Sorprende
que haya tanta literatura médica y psicopedagógica para afrontar el embarazo,
el parto y el primer año de vida, y que exista un vacío que llega hasta los
libros de socorro para padres de adolescentes, esos que lucen títulos tan
sugerentes como Mi hijo me pega o Mi hijo se droga. Los niños de entre dos y
doce años no tienen quien les escriba. Desde que abandonan el pañal (¡ya era
hora!) hasta que llegan las compresas (y que duren), desde que los desenganchas
del chupete hasta que te hueles que se han enganchado al tabaco, los padres
hacemos una cosa fantástica: descansamos.
Reponemos fuerzas del estrés de
haberlos parido y enseñado a andar y nos desentendemos hasta que toca irlos a
buscar de madrugada a la disco. Ahora que al fin volvemos a poder dormir, y
hasta que el miedo al accidente de moto nos vuelva a desvelar, hacemos una
siesta educativa de diez o doce años.
Alguien se estremecerá pensando
que este período es precisamente el momento clave para educarlos. Tranquilo,
que por algo los llevamos a la escuela. Y si llegan inmaduros a primero de ESO
que nadie sufra, allá los esperan los colegas de bachillerato que nos los
sobreespabilarán en un curso y medio, máximo dos. Al modelo de padres que
sobreprotege a los pequeños y abandona los adolescentes nadie los podrá acusar
de haber fracasado educando a sus hijos. No lo han intentado siquiera. Los
maestros hacen algo más que huelga o vacaciones, y la educación es bastante más
que un problema. Pido perdón tres veces: por colocar en un título tres palabras
tan cursis y pasadas de moda, por haberlo hecho para hablar de los maestros, y,
sobre todo sobre todo, porque mi idea es -lo siento mucho- hablar bien de
ellos. Sé que mi doble condición de padre y periodista, tan radical que sus
siglas son PP, me invita a criticarlos por hacer demasiadas vacaciones (como
padre) y me sugiere que hable de temas importantes, como la ley de educación
(es lo mínimo que se le pide a un periodista esta semana). Pero estoy harto de
que la palabra más utilizada junto a escuela sea ‘fracaso’ y delante de
educación acostumbre a aparecer siempre el concepto ‘problema’, y que ‘maestro’
suela compartir titular con ‘huelga’.
La escuela hace algo más que
fracasar, los maestros hacen algo más que hacer huelga (y vacaciones) y la
educación es bastante más que un problema. De hecho es la única solución, pero
esto nos lo tenemos muy callado, por si acaso. Mi proceso, íntimo y personal,
ha sido el siguiente: empecé siendo padre, a partir de mis hijos aprendí a
querer el hecho educativo, el trabajo de criarlos, de encarrilarlos, y, mira
por donde, ahora aprecio a los maestros, mis cómplices. ¿Cómo no he de querer a
una gente que se dedica a educar a mis hijos? Por esto me duele que se hable
mal por sistema de mis queridos maestros, que no son todos los que cobran por
hacerlo, claro está, sino los que son, los que suman a la profesión las tres
palabras del título, los que mientras muchos padres se los imaginan en una
playa de Hawái están encerrados en alguna escuela de verano, haciendo
formación, buscando herramientas nuevas, métodos más adecuados. Os deseo que
aprovechéis estos días para rearmaros moralmente. Porque hace falta mucha moral
para ser maestro. Moral en el sentido de los valores y moral para afrontar el
día a día sin sentir el aprecio y la confianza imprescindibles. Ni los de la
sociedad en general, ni los de los padres que os transferimos las criaturas
pero no la autoridad. ¿Os imagináis un país que dejara su material más
sensible, las criaturas, en sus años más importantes, de los cero a los
dieciséis, y con la misión más decisiva, formarlos, en manos de unas personas
en quienes no confía? Las leyes pasan, y las pizarras dejan de ensuciarnos los
dedos de tiza para convertirse en digitales. Pero la fuerza y la influencia de
un buen maestro siempre marcará la diferencia: el que es capaz de colgar la
mochila de un desaliento justificado junto a las mochilas de los alumnos y, ya
liberado de peso, asume de buen humor que no será recordado por lo que le toca
enseñar, sino por lo que aprenderán de él
Carles
Capdevila / Periodista.