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Nuestra bienvenida al blog del Área de Igualdad de Oportunidades promovido por la Concejalía de Mujer, Sanidad y Servicios Sociales del Ayuntamiento de Astorga.
En el mismo encontraréis espacios de participación, noticias sobre cursos, subvenciones, actividades,..., y otras propuestas que nos vayan llegando.

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AMAIA NOGUERIA, coloca su relato "SOPA DE ALMENDRAS Y RAMO", como finalista de la categoría de adultos.

El relato de  Amaia Nogueira, nos consiguió ninguno de los premios que el jurado concedió, pero sí resultó finalista, por lo que llegado el momento lo verá incorporado en el libro recopilatorio de este premio 2012.  En esta ocasión, nos hace sentir la añoranza navideña a través del olor a la sopa de almendras y la fría caricia de la nieve. 
Enhorabuena.



SOPA DE ALMENDRA Y RAMO.

                 La señora Antonia miró de reojo por la ventana, mientras terminaba de moler las almendras. Chispeaba algo de nieve, pero no la suficiente como para cuajar.
   Ya no nieva como antes. Hace años, no había Nochebuena que no tuviésemos la nieve por encima de los tobillos. Ahora caen dos copos y después, a quedarnos con el frío que nos viene de allá arriba. Y lo que jugaban los niños con la nieve, que iban a pedir el aguinaldo y volvían con poco recaudado, pero mojados de arriba a abajo; pero, ¿y lo  bien que se lo pasaban?
   Antonia  colocó la molienda en un traste y añadió lentamente el azúcar y la patata que tenía separados en un cuenco. Ella procedía de Toledo y aunque ya hacía cincuenta años que vivía en aquellas tierras maragatas, nunca dejó de preparar la sopa de almendra, cuya receta le había sido confesada por su abuela y su madre, como el gran secreto de la familia para celebrar una buena Nochebuena. Porque aunque estaba sola, no podía dejar de preparar en aquella mañana del veinticuatro, una olla con leche hirviendo, limón, azúcar  y canela, para sumergir la pasta de almendra e impregnar la casa con aquel olor que significaba Navidad.
    Su marido, maragato de pura cepa, se había acostumbrado tanto a aquel postre toledano, que él mismo, había plantado unos hermosos almendros que año tras año, les surtían del preciado fruto.
   Mientras removía con la cuchara, se fijó en la pantalla de la televisión, que permanecía la mayor parte de la mañana encendida, mientras ella cocinaba. Casi no la atendía, pero el sonido le acompañaba.  En aquel instante, pasaban el famoso anuncio de todos los años, el que rezaba aquello de “vuelve a casa, por Navidad”. Como si tuviera un resorte, dejó el puchero y corrió a apagar la tele, para no terminar de verlo.
   Qué ganas de amargarle a uno las fiestas. No se acuerdan del que se queda solo…
   Siempre le había dado nostalgia aquel anuncio, pero ahora ya no lo soportaba; desde que murió su marido, los chicos apenas habían vuelto por Navidad. Tampoco es que antes fueran demasiado, pero quizás, ella no lo notaba tanto como ahora. Su hermano Federico y su cuñada, la invitaban a casa a compartir la noche con su familia, aunque no era lo mismo. Entre plato y plato, ella siempre pasaba la velada excusando a sus hijos por no venir.
   Y… sabéis que Paco tiene mucho trabajo y él se empeña en que vaya a su casa, pero, ¿qué voy a hacer yo, en Madrid? Los niños ya son mayores y salen de fiesta… y María… es el único momento que puede ir allí, a la estación esa de nieve, a esquiar… ¡pues, que vaya, hombre!, que disfrute; ya hemos pasado muchas navidades juntos. Además, ellos aquí se enferman, no están acostumbrados ya al frío, ni a no tener calefacción…
   Su hermano y su cuñada asentían con cierto aire de compasión, al ser testigos de cómo Antonia trataba de convencerse, de que la ausencia de sus hijos era justificada.
   Con la tele apagada, Antonia volvió al fogón. Un amargo sabor le inundó la boca y ascendió hacia los ojos, dónde una pequeña lágrima trataba de asomarse. Antonia reaccionó rápidamente y queriendo combatir la pena, sacó su pañuelo y se secó con rabia. Nuevamente miró por la ventana, desde donde se adivinaba el pino frente a la iglesia, escasamente adornado y la calle mojada, vacía de gente.
   Si es que ni parece Navidad. Cuatro luces que han puesto… pero esto ya no es lo que era.
   El recuerdo de aquellas Navidades pasadas hace años, inundó por sorpresa su cabeza y como si un nuevo motor la guiara, bajó el fuego y salió de la cocina, dirigiéndose hacia el patio. El aire helado reavivó  aún más sus movimientos y caminó hacia las antiguas cuadras, entrando en la que antaño fuera la cocina de humo.
    Antonia observó aquella estancia vacía y fría, cuando a estas alturas, otros años, estaba repleta de chorizos, salchichón, lomos, jamones y hasta morcillas. Pero la matanza, cuando fueron siendo mayores y muy a su pesar, dejaron de hacerla, porque era mucho trabajo y los chicos no tenían tiempo de venir a ayudar. Aquella cocina servía ahora para almacenar lo que no cabía en la casa.
   Antonia se dirigió hacia un rincón en el que reposaba un arca de madera. Aquel baúl tendría más de cien años, pues había sido heredado por su suegra y luego pasado a su marido y adorado por Antonia, no sólo por su aspecto sólido y majestuoso, si no por lo que  contenía, cual tesoro.
    La mujer abrió la pesada tapa y admiró con regocijo la manta de lana que tapaba su joya. Tiró de ella y vio el Ramo. Aquel Ramo, que recién llegada al pueblo, había llevado con las demás mozas en la Misa del Gallo, en su primera Nochebuena maragata. La familia de su marido se hizo con el preciado adorno y el día de su boda, él confesó que cuando la vio con aquel Ramo, supo que se casaría con ella.
   Quién sabe si por aquello, o recordando todas las Navidades que ella había colocado el Ramo en su casa, junto a toda su familia, pero Antonia, no pudo por menos que echarse a llorar. Hacía cinco años de la muerte de su esposo y  aquel Ramo no había vuelto a salir del arca. Estaba dispuesta a arreglar el agravio y no renunciar a las entrañables navidades que siempre había disfrutado.
    Aunque pesaba, sacó con soltura aquella preciosa estructura de madera y una bolsa de tela del fondo del baúl, que ella bien sabía, encerraba hilos, lazos y velas que esperaban a ser colgados.
   Volvió a la casa, pero decidió abrir el portalón y comenzar su tarea allí, con la luz y el frío de aquella mañana de Nochebuena. Fue buscando por la casa las piezas que faltaban para completar el ramo y apagó la sopa de almendra, que ya había hervido suficientemente. Con cada adorno que colocaba, se fue sintiendo más y más reconfortada; mejor aún, cuando la vecina se acercó para ver lo que hacía y alabó su labor.
   Le llevó  media mañana de mimo y paciencia. Cuando lo tuvo acabado, abrió más el portón. Pronto, la mitad del pueblo ya había admirado el Ramo de Antonia. Aquel día, su casa se volvió un peregrinar de vecinos, de conversaciones e invitaciones para cenar e incluso de algún villancico, cantado para recordar aquellas navidades frías, en las que la matanza, las reuniones en torno al brasero y las retahílas y villancicos que acompañaban al Ramo, inundaban el pueblo de un verdadero espíritu navideño.
   Según transcurría la tarde, los que vivían fuera del pueblo, iban llegando poco a poco en sus coches repletos de bultos, creando una tarde de reencuentros, sonrisas y abrazos. Después de los consabidos saludos y de la admiración por redescubrir  el Ramo después de tantos años, cada vecino fue marchándose con sus familiares, para terminar los preparativos de la cena. Antonia despidió a todos, hasta quedarse sólo con su hermano y su cuñada.
   -Bueno, ahora nos toca a nosotros. Te esperamos luego, vente cuánto antes.
   -Sí, tranquilo, recojo aquí un poco y enseguida voy, que haré falta para ayudaros.
   -¡Nada, mujer! Ya está todo hecho. No te preocupes; tú, sólo encárgate de la sopa de almendra-contestó su hermano, mientras él y su mujer se iban alejando.
   Antonia se adentró en el portalón cerrando los portones. Cuando estaba a punto de echar el llavón, oyó el motor de un coche acercándose y parando frente  a la casa. Una extraña sensación recorrió su cuerpo y no pudo por menos, que abrir de nuevo la puerta con cierta esperanza.
   María, su hija, salía del coche cargada de bolsas, con una sonrisa de oreja a oreja, cantando:”Vuelve, a casa vuelve, por Navidad”.
   Antonia no podía dar crédito a sus ojos y cuando su hija la abrazó soltando todo, creyó que el corazón le iba a explotar de la emoción.
   -Avisé a los tíos de que venía y pedí que no te dijeran nada, que quería darte una sorpresa; ¡vamos dentro, que hace frío!
   -¿Y la nieve?...
   -¡La nieve, que espere! quiero unas Navidades de verdad… ¡mamá, el Ramo! ¿Dónde estaba? ¡Lo has dejado precioso! Hay que ponerlo todos los años…mañana viene Paco con su familia. Traigo regalos para todos. ¡Recoge tus cosas y vamos donde el tío!
   Antonia entró en la cocina, sumergida en una nube. Su hija, tras ella, no paraba de hablar alegremente y fijándose enseguida en el fogón, levantó las tapaderas de las ollas.
   -¡La sopa de almendra, mamá!… ¿lo ves? el Ramo y la sopa de almendra, ¡esto es navidad!
   Antonia, se rió  y abrazó a su hija, porque desde que la vio llegar, la Navidad comenzó para ella. Mientras recogían, vieron por la ventana, cómo unos enormes trapos de nieve caían sobre la calle y empezaban a cuajar.