El segundo premio de la categoría juvenil también se nos fue para Ponferrada. En este caso fue otra jovencita, también de 1º de Bachillerato, quien se hizo con el premio.
Este ha sido su relato, con sabor a libros y lecturas mil. ¡Qué lo disfrutéis! y l@s más jóvenes, a seguir el ejemplo y a practicar y a participar.
ESPERANZA EN NAVIDAD.
Otro uno de
diciembre entre esas frías paredes. Otro día más tachado en el calendario
colgado de la pequeña punta oxidada. Al abandonar las mantas que me llevaban
cubriendo todas las noches durante los últimos siete años, sentí cómo el frío
me azotaba el rostro y se infiltraba en mi piel. Dirigí mis pisadas hacia el
baño y me lavé la cara rápidamente para evitar el incremento de frío en mis
tejidos. Una vez vestida, bajé al comedor donde me reuní con el resto de los
niños para el desayuno. Cuando la campana sonó, todos nos sobresaltamos ya que ésta
solo hacía acto de presencia en casos muy señalados. La madre superiora se puso
en pie en el centro de la sala y nos anunció la llegada de una institutriz que
se dedicaría a impartimos los conocimientos básicos a partir de esa mañana. El
resto de las monjas nos condujeron hacia un habitáculo de tamaño considerable, con varias mesas y sillas repartidas en su
interior. Una de las mesas, la que estaba al fondo, era más grande que las
demás y sobre ella se apoyaba una mujer joven y delgada. Estaba leyendo unas
hojas y hasta que no levantó la mirada al oírnos entrar no pudimos observar la
claridad y calidez de sus ojos verdes, escondidos tras unas gafas. Se puso en
pie y nos invitó a tomar asiento en los pupitres. Mientras estaba explicándonos
todo lo que íbamos a hacer con ella, pude entrever la bondad y dulzura en su
carácter y, por supuesto, también lo culta e inteligente que era.
Después de comer,
me senté sobre mi cama y continué leyendo “Moby Dick”, que tantas veces había
releído, puesto que era el único libro que mis padres habían dejado el día en
que me abandonaron en aquel pobre, frío y gris orfanato en el que llevaba ya
casi ocho años. Mientras continuaba la lectura del capítulo diecisiete, sentí
como alguien se sentaba a mi lado y me observaba fijamente. Levanté la mirada
del libro y pude comprobar que se trataba de la institutriz.
-
¿Te gusta la
lectura?- preguntó con su voz dulce y melodiosa. Asentí con la cabeza en señal
de respuesta.
-
¿Y qué más libros
tienes?- siguió interrogando.
-
Solo éste. Fue el
único que mis padres me dejaron, hace casi ocho años - respondí sin una pizca
de expresividad en la cara.
-
¿Quieres venir a mi
cuarto? Allí tengo cuentos que te podría prestar, quizá te gusten.
Le
sonreí amablemente y me tomó de la mano conduciéndome hasta su cuarto. No era
muy grande y la decoración era bastante austera: una cama, un escritorio, una
estantería, un armario y un aseo; pero era mejor esa que la habitación común
que compartíamos todas las niñas del orfanato. Me acerqué a la pequeña
estantería y elegí uno de los libros. Ella me lo dio y me invitó a sentarme en
la cama a su lado. Cogió otro libro y así permanecimos hasta la hora de bajar a
merendar, en silencio, disfrutando del placer de la lectura.
Por la noche, una
vez que ya habíamos cenado, subimos a la habitación para ponernos los pijamas.
Cuál fue nuestra sorpresa al ver que, después de meternos ya cada una en
nuestras respectivas camas, nuestra nueva compañera se adentró en el cuarto,
cogió una silla que puso en el medio de la sala y se sentó. En sus manos
llevaba un libro grueso, debía tener tantas páginas como un diccionario si no
tenía más. La portada era de un color azul oscuro, intenso, como el del mar.
Cuando lo miré me acordé de aquel día que había visto el mar por primera vez y,
de momento, por última.
El verde del
acantilado se perdía entre los tonos anaranjados del cielo y el profundo azul
del mar. Si cerraba los ojos, podía oír a las enfurecidas olas embestir contra
las rocas, y un olor a salitre que me invadía el olfato. Sin embargo, éste no
era molesto ni desagradable, todo lo contrario, era embriagador y fresco. Me
transmitía sensación de paz y tranquilidad mirar aquel inmenso azul, sentía que
podía hacer de todo, comerme el mundo, y hasta me sacó una pequeña sonrisa.
Al volver de mis
divagaciones sobre el océano me di cuenta que la maestra nos estaba explicando
que ese era un libro de cuentos, que cada noche nos leería uno y que a la mañana
siguiente le tendríamos que exponer cuál era la enseñanza que habíamos sacado
de él. Y sin entretenerse más, dio comienzo a la lectura de aquel libro que
tantas noches nos haría soñar con hadas, princesas, duendes, príncipes
hechizados, castillos encantados y animales personificados.
Y así fueron
pasando los días, las semanas, los meses. Pasó la Navidad, la Pascua y el
verano. Mis días consistían en ir a clase por la mañana y en disfrutar de las
tardes al lado de la agradable maestra y, poco a poco, ganando complicidad
mutua, hasta llegar a convertirse en mi apoyo más importante. Cumplió su
promesa y todas las noches nos leía un cuento del libro azul oscuro. A pesar de
ello no podía olvidarme de que seguía encerrada en esas cuatro paredes, de que
la mayoría de las compañeras que estaban en el orfanato cuando llegó Esperanza,
que así se llamaba la institutriz, habían sido adoptadas e incluso algunas, que
habían llegado escasos meses atrás, también estaban siendo acogidas por otras
familias. Pero lo que no podía dejar de pensar, lo que verdaderamente me
quitaba el sueño, era que pronto llegaría el uno de diciembre, día en que se
cumpliría un año de la llegada de Esperanza y día en el que tendría que decirle
un adiós para siempre, o eso pensaba yo. Ese día llegó más pronto de lo que
esperaba. Permanecí en mi cama, bajo las numerosas capas de mantas. Ellas nunca
me habían abandonado o defraudado y probablemente serían las únicas que nunca
lo hicieran. Podía oír el viento en la ventana, anunciando la llegada del frío
invierno al ambiente y a mi corazón.
Pronto llegó la
Navidad. En mis once años de vida, jamás me había sentido tan triste. Decidí no
moverme de la cama, ni siquiera para comer. No quería enfrentarme a lo que
había fuera, a las sonrisas de gente feliz que aún no teniendo nada, lo
compartían todo y que solo por ello tenían mucho mérito. Pero no tenía fuerzas,
prefería quedarme así y no enterarme de si el mundo se paraba, del bullicio del
exterior o de la llegada de aquel melancólico veinticinco de diciembre. Llegado
un momento de la tarde, me incorporé sobre la cama y dirigí mi mirada hacia la
nevada caída en el jardín, donde al parecer acababa de llegar un coche. Fue
entonces cuando oí pasos apresurados por el pasillo y de pronto se abrió la
puerta. Allí estaba Esperanza. Me buscó con sus inquietantes y entrañables ojos
verdes y se acercó hacia mí cuando me localizó. Tomó mi cara entre sus manos y
dijo:
-
Yo no tengo a nadie
que me regale por Navidad, así que siempre me regalo algo a mí misma. Y creo
que lo que quiero este año es tu compañía y cariño.
Se me llenaron los
ojos de lágrimas y la abracé. Abajo seguía esperando el coche que había visto
por la ventana, el mismo que nos llevaría hacia mil libros y cuentos más, hacia
una nueva vida, que empezaba ese frío y feliz día de Navidad.