LA ÚLTIMA CARTA
Recuerdo
las navidades del año 2012 con la misma
intensidad que si hubieran sucedido ayer mismo. No ocurrió nada especial, o tal
vez sí.
Yo
aún era un niño que esperaba la llegada de los Reyes Magos con una ilusión tan
enorme como inocente. Y aunque mi abuela Soco no dejaba de amenazarme con un,
según ella, merecido saco de carbón, mi verdadera preocupación era el inminente
fin del mundo.
Sí,
el fin del mundo llegaba, en mi cole todo el mundo conocía la profecía: a mí me
lo había contado Noelia que a su vez se lo había escuchado a su hermana mayor
que lo había visto en internet en un calendario muy viejo de unos señores con
mallas.
No
me preocupaba que el dichoso final del mundo fuese a ocurrir, lo que me
molestaba era que un evento tan insólito llegase antes que los Reyes Magos. Si
esto se acababa ya me podía ir olvidando de todos los regalos que había pedido
en mi carta. Mi mensaje de este año variaba un poquito respecto de los de
navidades anteriores: “Queridos Reyes Magos: este año me he portado mejor
que el anterior y quiero, quiero y quiero “, esta vez contenía una especie de postdata en la pedía
disculpas por mi naturaleza traviesa e inquieta además de una lista de
fechorías no cometidas que daban fe de mi buena fe.
No
podía dejar de pensar que mañana se acabaría el mundo y yo me quedaría sin los
Reyes. ¿Qué iban a hacer ellos con tanto regalo si para entonces nosotros ya no
estaríamos aquí? ¿Se los adjudicarían a los niños de otros planetas? ¿Los
reservarían hasta que volviesen Adán y Eva a la Tierra?
Estas
dudas me incomodaban, me quitaban el hambre y las ganas de jugar. Lo normal
hubiese sido preguntarle a papá, que se consideraba una mente científica y
estaba suscrito a una revista muy interesante además de gustarle hablar con
entusiasmo de cosas que al resto de la familia nos aburrían. O bien a mamá que
era más inteligente que papá aunque no fuera nada científica. Su saber provenía
de..., de no se sabe dónde, pero estaba al tanto de todo, no se le escapaba
nada, con solo una mirada ya sabía si le ocultabas algo. A la abuela era mejor
no preguntarle sobre el fin de mundo, solo de pensar que ese mes no cobraría ya
la pensión podría causarle un ataque histérico.
El
caso es que decidí preguntárselo a mi abuelo Constancio, que desde su enfado
civilizado con papá vivía él solo en la casa vieja del barrio de Puerta de Rey.
Mi padre y él se evitaban pero no se ignoraban. Su casa además de vieja era muy
singular, las habitaciones estaban desocupadas de muebles y no había más
trastos que los estrictamente necesarios. Antes de que yo naciese había vendido
todas sus pertenencias, y junto con los pequeños ahorros que tenía se había
comprado un estupendo telescopio que llevaba una plaquita de la NASA. Aquel
anteojo gigante había sido el causante de la tensión entre él y papá. Entrar en
casa de mi abuelo era como entrar en el cielo. Paredes y techos estaban llenos
de mapas de planetas y estrellas, nuestro sistema solar, nuestra galaxia, la
Vía Láctea, cientos de pedacitos de universo con los que mi abuelo parecía
obsesionado. Hacía años que vivía de noche y dormía de día, y aunque siempre
tenía cara de sueño nunca le molestó que yo fuese a visitarle a cualquier hora
del día. Siempre me recibía igual, primero un apretón de manos, luego un abrazo
muy formal y para terminar dos besos con los que me restregaba amorosamente su
siempre mal afeitada barba. Tras los saludos le pregunté sin vacilar:
- Abuelo, ¿no se podría retrasar el fin del mundo hasta
que se terminen las vacaciones de Navidad?
-
¿El
fin del mundo? ¿el apocalipsis? ¿ya está aquí? —respondió tratando de contener la risa con muecas de
excesiva seriedad.
- Abuelo, ¿no te preocupa que se acabe el mundo?
- No
demasiado, ¿a ti sí?
- No, a mí tampoco, algún día tendrá que ser pero me fastidia
muchísimo quedarme sin los regalos de Reyes, llevo todo el año intentando
portarme bien para evitar que me traigan carbón.
- Ya comprendo, si tuviese tu edad también me sentiría molesto. Pero no es el
caso. Lo mejor será que no le des mayor importancia, no te preocupes por el fin
del mundo, ya pasará.
- Claro, como a ti ya no te traen nada los Reyes Magos,
como eres viejo y te vas a morir ya no te importa nada.
- Bueno, no te pongas así, vamos a ver qué podemos hacer,
¿tú sabes lo que es el fin del mundo?
- Sí, en mi clase lo saben hasta los que sacan peores
notas, el fin del mundo es como cuando el árbitro pita el final del partido o
cuando mamá dice que ya está bien de historias y que ya es hora de dormir. Es
cuando se acaba todo.
- ¿Y qué es
todo?
- ... todo
es todo.
- ¿Y ese todo
cómo es de infinito?
- . . .pues
todo ello.
- ¿Tú crees que
lo infinito se puede acabar?, piénsalo bien antes de responder.
- .. . creo
que no, lo infinito no tiene fin.
- Entonces no
deberías preocuparte. Ven, voy a enseñarte algo que te gustará.
El
tiempo se detuvo mientras me explicaba cómo funcionaba el mecanismo del
universo, me mostraba mapas e imágenes del infinito espacio exterior. Mientras
hablaba iba dibujando las rotaciones solares, los trayectos cíclicos del
cosmos. Cuando varios miles de años más tarde el sol regresó a su posición
original había dejado con su rastro una hermosa figura que mi abuelo tenía
dibujada en varios lugares de la casa. Yo trataba de regresar a la gravedad
normal tras aquel viaje interestelar cuando me preguntó:
- ¿Lo has
entendido?, ¿te ha quedado claro?
- . . . clarísimo
abuelo, muchas gracias. Ahora tengo que irme antes de que mamá empiece a
preocuparse y se ponga nervioso papá.
- Muy bien, así
me gusta, no te olvides de echar en el buzón tu carta para los Reyes Magos.
- Descuida, aún
estoy a tiempo de entregársela al Paje Real.
Ya
estaba fuera de su casa cuando me dijo estas palabras que me han acompañado
durante toda la vida como un perfume inolvidable:
- Recuerda que
el mundo se acaba cada vez que expiras el aire de tu cuerpo y que eso no tiene
nada de sorprendente. Lo verdaderamente asombroso es que cada vez que inspiras
el aire que te rodea el milagro de la vida se produce de nuevo, continuamente.
La
verdad es que no había entendido mucho de lo que mi abuelo me había explicado,
pero el tono de su voz, la confianza y pasión con las que me hablaba acabaron
tranquilizándome. En cuanto llegué a casa cogí la carta y la hice pedacitos.
Estaba absolutamente convencido de que los buenos de Melchor, Gaspar y Baltasar
sabían mejor que yo qué era lo que verdaderamente necesitaba. Y eso es lo que
yo quería, solo lo que necesitaba.
El
mundo no se acabó entonces pero sigo tan sorprendido por el milagro continuo de
la vida que aún no he dejado de dar las gracias por ello.
Desde
la Navidad del año 2012 nunca más he vuelto a escribir una carta a los Reyes
Magos, sin embargo éstos nunca han dejado de obsequiarme con aquello que más he
necesitado.
Os deseo que sean igual de
generosos con tod@s vosotr@s.
FIN