Nuestras chicas vienen pisando fuerte. Y así, los dos premios de la categoría juvenil se los han llevado dos alumnas de 1º de Bachillerado del colegio San Ignacio de Ponferrada. El ganador es un inquietante relato escrito por Cristina Martínez Martínez.
¡Enhorabuena Cristina! Te auguramos muchos éxitos.
-ONCE NAVIDADES.-
Sentía su mirada clavada en mi rostro como una estaca de
acero afilada rozándome la mejilla. Era incómoda. Era áspera. Era inerte.
Dolía. No pude soportarlo más y giré la cabeza hacia ella. Nos separaban unos
diez metros y, sin embargo, la sentía acariciando delicadamente mi mentón.
Aquella mujer tan esbelta, tan bella, tan elegante, tan extremadamente triste.
Aquella mujer me quería decir algo, su mirada me lo pedía, me lo rogaba,
necesitaba explayarse y me había encontrado a mí. Mi intención fue explicarle
que no podía, que nos separaba demasiado espacio; a pesar de ello, ella se
negaba a aceptar aquella realidad.
Inconscientemente caí en su mirada. Como un bucle me tragó y
con cadenas resistentes acababa de sujetarme. Era presa de unos ojos hermosos y
apagados que me clamaban atención a la fuerza. Intenté resistirme. Pretendía
salir de aquella trampa, pero no era capaz. Al final cedí. Me resigné a dejarme
llevar.
Caminábamos paralelas una a la otra, separadas por una
carretera de doble sentido, sin apartar la mirada en ningún momento. De pronto,
me habló. No lo hizo con palabras, ni con gestos ni señales. Su mirada comenzó
a hablarme.
Se llamaba Lidia. Venía de un funeral, por eso vestía de
negro. Un familiar suyo acababa de dejarla. Me contaba que era el único miembro
de su familia que le quedaba en vida, que se había quedado sola y tenía miedo.
Se preguntaba cuál sería su futuro ahora, qué sería de ella.
No lo vi, pero sentí cómo lloraba, cómo paso a paso se
desmoronaba y cómo, junto a ella me desmoronaba yo.
Era Nochebuena. Once y media de la noche. La calle vacía.
Sin rastro de vehículo alguno. Únicamente ella y yo, acompañadas por el sonido
de nuestros pasos sobre el suelo encharcado y el arrullar del viento invernal
que acunaba a la luna menguante de aquella noche.
Al dejar de llorar, me siguió relatando su historia. Yo,
enganchada y atrapada por una nueva cadena, le seguí cediendo mi atención.
Al parecer su familiar era una joven. Iba a casarse y le
entró el pánico. Huyó vestida de blanco y el anillo al dedo, ante el beso que
suele cerrar este contrato eterno, porque “eterno” es demasiado tiempo. Lidia
me contaba que de aquello hacia ya once años.
Hacía exactamente once Navidades que la había perdido. Hacía exactamente
once Navidades desde que la joven había huído a encontrarse a sí misma. Hacía
exactamente once Navidades, un joven enamorado, un sacerdote desconcertado y
toda una familia conmocionada habían visto alejarse a aquella joven, sin más
rastro que las huellas que dejaban sus lágrimas, sin más ruido que la melodía
que producían sus sollozos, sin más pensamiento que qué sería del despechado
joven que desde el altar observaba con incredulidad la gran grieta que
comenzaba a abrirse en su vida. Nadie la volvió a ver, simplemente se fue y no
volvió. Únicamente con la llegada de aquellas fechas la joven daba señales de
seguir con vida. Enviaba una tarjeta; se la enviaba a sí misma de hecho.
El mensaje no cambiaba nunca, durante diez años Lidia leía
el mismo mensaje al recoger el correo, las mismas palabras dirigidas a nadie y
a todos:
“No he encontrado mi destino.
No
he llegado a mi lugar.
Vivo
pensando en mi sino,
en
a dónde me ha de llevar.
Disfruta
la Navidad. Volveré pronto donde lo dejé.”
Eso hizo: volver. Un par de días antes la joven había
regresado. Cargada de recuerdos y experiencias, volvió con el fin de celebrar
una última Navidad.
Se encontró con Lidia en aquella situación. Ella me contaba
que cruzaron y entrelazaron sus miradas, que algo invisible las envolvió y
excluyó de su entorno. Una burbuja inexistente las separaba a ambas de todo lo
demás. La joven la miró y derramó dos lágrimas. Dos preciosas y sinceras gotas
saladas que recorrieron las dos mejillas pálidas, esquivando las múltiples
pecas que bañaban su rostro y que veloces cayeron sobre la calzada como si su
recorrido hubiera sido una carrera. Aquellas lágrimas llevaban retenidas once
largos años, no había tenido razón de salir desde entonces de la jaula donde
las habían encarcelado y aquel era el momento perfecto. Lidia sonrió. Aquella
reacción le hizo darse cuenta de lo expuesta que había estado aquella pequeña
durante tanto tiempo, el miedo que habría sentido en esos años de búsqueda y
que, a pesar de todo, había afrontado con admirable valentía. Hizo el ademán de
acercarse a la joven para consolarla pero ésta alzó su mano y la detuvo. Con
voz queda susurró un “lo siento”, dos palabras que sonaron sinceras en los
oídos de Lidia, pero que al mismo tiempo cayeron sobre ella como una losa
metálica. Ante su incrédula mirada la joven se lanzó corriendo a la autopista
que se habría a la derecha de las dos. Aquel camión no tuvo tiempo de
reaccionar a la espontaneidad del movimiento de la chica.
Nuestro recorrido acababa de finalizar. Lidia se giró hacia
mí para quedarse de frente y permitirme observarla mejor. La verdad es que es
era hermosa, irradiaba belleza, no parecía real. La palidez de su rostro era
envidiable, el tono claro que combinada con la lluvia de pecas marronáceas lograba
un contraste en sus mejillas digno de retratar. Mientras yo la admiraba ella me
observaba a mí. En realidad llevaba todo el camino haciéndolo pero hasta aquel
instante no me había permitido darme cuenta. Me percaté de que se preparaba
para hablar y esta vez me permitiría escuchar su voz.
“Me encontré a mí
misma; tras once años de búsqueda y huída, me encontré. Por fin descubrí quién
soy en realidad, por qué y para qué he venido. ¿Sabes? La preciosa iglesia
desde la que partí seguía igual que antes. Supuse que la blancura con la que la
recordaba no era producto de mi imaginación, sabía que era cierto, así como que
él seguiría allí. Me contó que acudía cada día porque confiaba que en que
volvería y así lo hice, justo en Navidad, como él esperaba. En el fondo sabe que le quiero, que forma
parte de mi vida, que una parte de mí ha vuelto por él. Durante el año pensaba
que no le necesitaba pero cuando llegaban estos días, la gente se reunía y festejaba
estas fechas, yo le extrañaba. La Navidad no es para pasársela sola y así han
sido las últimas once de mi vida. Siempre pensando que “eterno” es demasiado
tiempo y ahora añoro esa palabra. No cometas tú el mismo error.”
Desapareció sin dejar rastro, con la última palabra apenas
terminada y mi corazón palpitando descontroladamente. Nunca se lo he contado a
nadie, no me creería ni yo misma.
***
Llegué a tiempo de frenarle. El tren todavía estaba allí y
mi Navidad aún no había comenzado. Entré en el vagón siguiendo su inconfundible
olor y le encontré, apoyado en el respaldo, de perfil, ofreciéndole a mi vista
la mejor perspectiva que haya tenido nunca.
“Si te vas, vas a
tener que llevarme, la Navidad no es para pasársela solo y tú ya has tenido
varias de esas.” Le dije con la voz todavía entrecortada por la carrera que
me había llevado ante él. Me miró, sonrió y me besó.
Yo
también llevo once Navidades buscándome a mí misma, pero no lo estoy haciendo
sola.