EL DÍA QUE ME CASÉ CON LA MUERTE
Autora: Sandra González García, de San Justo de la Vega. Alumna de 4º de E.S.O. del I.E.S Astorga
3º Premio de relatos categoría A del I Concurso “Jóvenes por la Igualdad Efectiva”. Astorga 2010
Fue un veinticuatro de abril soleado, el día perfecto para una boda perfecta. Entré por la gran puerta de la iglesia. Todas las miradas se fijaron en mí, sin embargo yo sólo tenía ojos para el hombre que me esperaba en el altar. Él lucía un traje negro, con su corbata lila y su camisa morada. Su negra melena caía en cascada sobre su espalda, su gran estatura y sus fuertes brazos hacían que quisiera acurrucarme en su pecho, ya que los nervios aprisionaban mi corazón. Me dirigía lentamente agarrada del brazo de mi padre hacia el altar; él, a cada paso, apretaba más mi brazo y en sus impasibles ojos podía apreciarse el brillo de una lágrima de orgullo. Estaba preciosa con mi vestido blanco y mi ramo de calas. Mi perfecto velo reposaba sobre el intrincado moño que daba forma a mi cabello. El camino hacia el altar se me antojó eterno y fugaz. No escuché la ceremonia; me encontraba demasiado ocupada, sosteniendo la mano de mi futuro marido, por la que tiempo después me lamentaría. Llegó el momento más esperado, el momento en el que su “sí” asaltó la iglesia y también conquistó mi corazón, mientras los labios de mi marido rozaban suavemente los míos. Por fin podía decirlo: ¡mi marido!
Las primeras semanas pasaron como en un sueño. Cada mañana me despertaba entre sus brazos con una preciosa sonrisa que iluminaba toda mi alma. Me acompañaba en el desayuno y me despedía por la mañana con un tierno beso bajo el umbral de la puerta. Al llegar a casa, me esperaba el penetrante aroma de la deliciosa cena que preparaba para mí, mientras él se tomaba unas cuantas copas de vino. Las noches se hacían eternas entre sus brazos. Todo era perfecto, hasta aquel día...
Un ruido en la puerta me despertó a las cinco de la mañana. Me di la vuelta en la cama buscándole, él no estaba. Asustada, me levanté; me puse la bata que tenía detrás de la puerta de mi dormitorio, la até con fuerza y bajé lentamente las escaleras, sin encender la luz. En el umbral de la puerta vi la silueta de un hombre. Grité. La voz de mi marido agravada por el alcohol me respondió. Encendí la luz y le vi en el suelo. Corrí a ayudarle y a ponerle en pie. Le llevé a la cocina y le serví una taza de café. Empecé a interrogarle; no me explicaba cómo podía haber acabado así. Él al principio no me respondía pero debido a mi insistencia me replicaba en voz cada vez más alta. Intenté calmarle, entonces ocurrió. Me golpeó. Esa noche, no paré de pensar el motivo por el que mi marido había bebido. Nuestro matrimonio iba bien, no sé, supongo que las discusiones que teníamos eran normales, a pesar de que a veces los vecinos se asustaban por sus gritos.
A la mañana siguiente, mi rostro era la prueba de lo que había ocurrido. Se sintió culpable; trató de pedirme perdón e intentó compensarme. Me dijo que jamás volvería a beber. Mintió. Pasó más de un año antes de que volviera a ocurrir, traté de ayudarle y él comenzó a gritarme y volvió a golpearme. De nuevo a la mañana siguiente se arrepintió y me pidió perdón. Dos meses después volvió a ocurrir y así durante más de dos años. Mi reflejo en el espejo atestiguaba el maltrato que recibía mi rostro. Poco a poco sus golpes iban dejando huella en mí, antaño, deslumbrante belleza. Traté de hablar con mis amigas, no me creyeron, me dijeron que mi marido era una buena persona, que jamás sería capaz de hacerme daño. Pensé en denunciarlo, pero con el tiempo había aprendido a golpearme sin dejar marcas. Nadie me creería. Me iba hundiendo en un pozo oscuro, del cual era incapaz de salir. Traté de huir. Comencé a hacer la maleta. El llegó y me pidió perdón; me suplicó que no me fuera y me juró que jamás lo volvería a hacer. Como una estúpida le creí, ya no necesitaba beber para golpearme.
Cada vez que intentaba huir, él me gritaba, amenazándome y jurándome que jamás me dejaría escapar. Cuando al fin reuní el valor suficiente para huir, desempolvé la maleta y comencé a llenarla de nuevo con mi ropa. Nunca llegué a cerrarla. Antes de acabarla, mi marido entró en mi habitación. El primer golpe me arrojó al suelo. Noté algo frío en mi cabeza. Una pistola. Mi marido con una sonrisa en la cara me dijo: “No escaparás”. Y apretó el gatillo. Poco a poco mi sangre caliente se fue enfriando, mientras cubría la hermosa alfombra blanca que se encontraba en el suelo del dormitorio principal. Mi vida, la vida que desde pequeña soñé vivir en una gran casa, con un marido que me quisiera, se iba acabando. Noté que llegaba mi fin, el fin que nunca había imaginado, ni deseado. Dos días después, mis amigas vestidas con ropas negras, lloraban mi pérdida, diciéndose las unas a las otras que tenía razón, que me tenían que haber escuchado cuando les dije la verdad sobre mi marido, ya que nadie lo conocía tan bien como yo.
Me arrepiento de aquel soleado veinticuatro de abril, aquel día de primavera en el cual se empezó a escribir el horrible final que me esperaba, por no tener suficiente valor de ponerle fin a la historia de amor la primera vez que su mano tocó mi rostro.