SIN ESPERANZA
Autora: Jara Santos Pardo, de San Justo de la Vega. Alumna de 4º de E.S.O. del I.E.S Astorga
1º Premio de relatos categoría A del I Concurso “Jóvenes por la Igualdad Efectiva”. Astorga 2010
Mis ojos se tornaban llorosos. Un golpe, otro...
-¡Te he repetido mil veces que no llores! —decía sin cesar.
-No lloro.., ya no lloro. —contestaba yo conteniendo las lágrimas.
Otra bofetada.
-¡Eres mi mujer, y tienes que respetarme! ¿Quién te va a querer si no soy yo? —me espetó, con una expresión de furia en su rostro.
Todos los días era lo mismo, pero cada día los golpes eran más fuertes, y cada vez eran más evidentes mi rostro y mi cuerpo demacrados por ellos.
No podía aguantarle mucho tiempo más, y sé que si lo hubiera hecho, habría acabado por quitarme la vida, pero no quería darle esa satisfacción. Quería que desapareciera de mi vida. O mejor, quería poder desaparecer yo. Ser libre, poder ir donde quisiera sin tener miedo de que él pudiera golpearme al enterarse de ello, pero en ese momento me parecía imposible.
¡Oh! Disculpadme, aún no me he presentado, mi nombre es Esperanza. Paradójico, ¿verdad? Justamente Esperanza, algo de lo que yo carecía en aquel momento.
Decidí que lo más razonable sería escapar, que él pensara que yo había muerto, porque si hubiera descubierto que estaba viva, me habría buscado sin cesar hasta haber dado conmigo y las consecuencias habrían sido nefastas.
Hicimos un viaje en barco. A mí me encanta el mar. Desde niña mi sueño ha sido surcar los mares e ir donde el viento me lleve, pero por aquel entonces estaba atrapada, presa como en una cárcel, y sin una pizca de autoestima.
Por ello estaba convencida de que aquellas vacaciones eran la oportunidad perfecta para conseguir mi libertad y cambiar mi vida para siempre.
Él hizo la reserva. Un camarote. Uno solo. Lo que él no sabía era que yo reservé otro para una persona más.
En el viaje conocimos a una joven pareja de novios. Dos personas encantadoras, Javi y Marta. Una noche cenamos con ellos y después de la cena había un baile. Nosotros les veíamos, parecían tan felices... Nosotros también fuimos así tiempo atrás. Lo cierto es que ya no recuerdo ni cuándo ni por qué se volvió tan agresivo conmigo. Cuando volvieron, Javi me invitó a bailar, pero a mí me daba reparo ya que mi marido era extremadamente celoso. Me insistieron tanto que salí a la pista. Yo veía como él me observaba con esa mirada de furia que recorre a veces su rostro. Tenía miedo, mucho miedo. Sabía lo que venía después. Y en efecto, cuando regresamos a la habitación, nada más cruzar la puerta, sucedió. Una bofetada. Un puñetazo.
- ¿Cómo se te ha ocurrido hacerme esto? ¡Solo eres una zorra buscona! ¿Por qué te empeñas en humillarme siempre delante de todos?
Me caí al suelo. Ya no lograba sostenerme en pie. Las lágrimas brotaban de mis ojos y descendían por mis magulladas mejillas incontroladamente.
Otra bofetada, otro puñetazo.
- ¡Que te he dicho que no llores! ¡No tienes derecho a llorar! ¡Lo único que haces es dejarme mal delante de esa pareja! ¿Quién te dio permiso para irte a bailar con el muchacho? —preguntó con el rostro desencajado por la ira.
- Perdona, no volverá a pasar, lo prometo —contesté secándome las lágrimas. Y, por supuesto, sabía que nunca volvería a suceder. Jamás.
- Pero, ¿Sabes una cosa? —dijo, algo más calmado. —Te perdono. Tienes suerte de que sea tan compasivo contigo, pero no quiero que pase de nuevo. Tienes que respetarme. ¿Me has entendido? —preguntó agarrándome la cara.
Yo asentí con la cabeza. De repente me besó. Yo aborrecía ese sabor a tabaco barato; y la sensación de estar besando a la persona que no dejaba de golpearme era terrible.
A la mañana siguiente los cardenales eran demasiado evidentes como para vestirme de manera adecuada para el calor que hacía aquellos días. Aun así me puse un vestido que pudiera tapar los moratones y unas gafas de sol para ocultar mis ojos morados.
Me senté en cubierta. Allí estaba Marta. Estuvimos charlando un rato, y, de repente, me dijo:
- Javi y yo os escuchamos sin querer anoche. Es tan horrible lo que te hace ese hombre...
- Lo lamento, pero tengo que irme — contesté, ya que no estaba muy animada a hablar de ello ahora, sobre todo con una persona que era relativamente desconocida para mí.
Estaba dispuesta a actuar. Sería aquella noche. Por fin sería libre.
Eran las 22:00 y mi marido aún estaba acabando de cenar. Yo subía al camarote extra que había reservado sin que él se diera cuenta. Sentía que el corazón se me desbocaba, que quería salirse de mi pecho. Intenté controlar mis nervios. Llevaba demasiado tiempo planeándolo todo, y ahora nada podía fallar, de lo contrario mi vida a partir de entonces sería terrible.
Fui al baño de la habitación. Quería ante todo que nadie pudiera reconocerme, ser una persona distinta a los ojos de los demás, por lo que cogí unas tijeras y comencé a cortar el rubio cabello que llevaba siempre tan meticulosamente cuidado. Mechones y mechones caían al suelo, y mi pasado con ellos. También me lo teñí de un negro azabache para que nadie lo asociara conmigo. Pero aún faltaba algo: mis ojos. Si él me reconocía por algo era por mis ojos. Eran azules. “Tan bonitos como el cielo, y tan inmensos como el mar”, decía él tiempo atrás. Días antes me había comprado unas lentillas de color miel, que, en ese momento, me las puse sin dudar.
Me miré en el espejo. Parecía otra persona, y, aunque aún tenía el cuerpo demacrado por los golpes que él me había propinado la noche anterior, aparentaba ser una mujer fuerte, segura de sí misma e independiente.
Limpié el lavabo del tinte lo mejor que pude y retiré los restos de cabello que quedaban en él.
También tenía que dejar la prueba de mi fingida muerte para que él no sospechara que me había escapado, y sabía exactamente lo que tenía que hacer: cogí el vestido que me había puesto aquel día y lo rasgué hasta conseguir una pequeña tira de tela. Después lo enganché en la cubierta del barco, aparentando que al tirarme por ella, se había quedado prendida allí por accidente.
Y, por último, la nota de suicidio qué dejaría en la cama de mi marido, la cual ponía: “Sé que siempre te pongo de muy mal humor, perdóname, sé que no te merezco, ahora te prometo que te dejaré tranquilo para siempre”.
Sabía que no tardaría en verla, y en alertar a los guardias, y, en efecto, así fue. Vieron la tela del vestido y me dieron por muerta, tal como yo esperaba que sucediera.
Pero hubo algo que se me pasó por alto. Al bajar del barco había un control de seguridad, en el que los guardias pedían el nombre y el pasaporte, y el mío lo tenía mi marido.
Los nervios recorrieron mi cuerpo, y empezaron a entrarme sudores fríos. No sabía qué hacer. Estaba atrapada de nuevo, y no podía permitir que se descubriera que realmente yo era Esperanza. Dos filas más adelante estaban Javi y Marta. Ella se dio la vuelta y me vio. La miré angustiada, y al instante me reconoció.
De repente estaba sola ante el guardia de seguridad, que me dijo:
- Nombre y pasaporte, por favor.
Yo me quedé helada. No sabía qué hacer, y la gente que tenía detrás estaba empezando a impacientarse, incluyendo a mi marido.
- Señorita, nombre y pasaporte, por favor —repitió el agente.
Yo miraba suplicante a Marta, la cual me devolvió la mirada.
- Jacqueline —contesté al agente.
- El pasaporte, por favor, señorita Jacqueline —pidió de nuevo.
Entonces vino Marta, e hizo algo que nunca le podré agradecer lo suficiente.
- ¡Oh! Disculpe señor agente — dijo nerviosa. —Nosotros tenemos el pasaporte de la señorita Jacqueline.
Yo la miré incrédula, sin saber qué hacer ni qué decir. Ella tiró la maleta y empezó a revolverlo todo.
- ¿Dónde lo habré metido? Estaba por aquí... —dijo. Me miró y me guiñó un ojo. Yo esbocé una tímida sonrisa de agradecimiento.
- No importa, pase señorita Jacqueline — acabó diciendo el agente.
Miré a Marta y ambas nos marchamos.
- No sé como agradecértelo —le dije cuando ya habíamos salido de allí.
- No importa. Ahora eres libre — contestó ella.
Estábamos sentadas en la costa del mar. Respiré el aire puro. Era cierto. Aquello con lo que había soñado desde hacía tantos años lo había logrado por fin. Cogí mi anillo de compromiso y lo observé. Lo apreté hasta que me hizo daño en la palma de la mano, entonces lo arrojé con todas mis fuerzas al mar.
Por fin era libre. Esas cinco letras resonaban en mi cabeza una y otra vez. Libre, libre, libre...
- He aprendido algo muy importante, algo que creo que todas las mujeres del mundo deberían saber - le dije entonces a Marta. —Y es que por mucho daño que te hagan, por mucho que te hagan sufrir, nunca, nunca hay que perder... la esperanza.